Comentario
De la guardia de Motecçuma y de los tributos que se pagaban cada año
Mandaban la guardia de Motecçuma seiscientos señores, a cada uno de los cuales acompañaban cuatro o seis siervos armados, y a otros aún veinte o más, y así el número ascendía a más de tres millares de hombres, a todos los cuales (como ya lo indiqué arriba) se les suministraba comida de la mesa del rey, exceptuados los esclavos, a quienes no era permitido subir a las cámaras, sino que llenaban los patios y las vías públicas. Eran en verdad súbditos del Imperio Mexicano más de tres mil varones, a cada uno de los cuales obedecía una ciudad, y a treinta de ellos correspondían a cada uno cien mil súbditos y estos treinta estaban obligados a asistir a la Ciudad de México durante tiempos establecidos del año, y en manera alguna se les permitía marcharse sin permiso y no sin que antes dejaran un hijo o un hermano en calidad de rehenes. Debido a esto, como todos tuvieran palacio en México, se contaban allí, según la fama, sesenta mil casas o más. No había nadie en todo el imperio que no pagara tributo anual al rey o que estuviera inmune y absuelto de contribuciones. Aquellos treinta señores atestiguaban el dominio regio con su propio ministerio, pero los plebeyos que llamaban macehualtin lo pagaban consigo mismos o con sus cosas. De entre éstos, algunos se llamaban arrendatarios, pero otros tenían tierras cuyo dominio les pertenecía; éstos dividían sus frutos en tres porciones y tributaban al rey con una tercia. Entre los frutos se incluían los peces, los perritos comestibles, las gallinas de la tierra, las aves cubiertas de plumas preciosas, las liebres, venados, coyamelli, oro, gemas y otras cosas metálicas, sal, miel, cera, mantos, penachos de plumas, algodón, cacaoatl, centli, chile, camotli, habas, frijoles, varias frutas, legumbres y muchas clases de semillas de aquellas que principalmente era costumbre usar como alimento. Los arrendatarios entregaban cada año o cada mes lo que estaban obligados según pacto y convenio. Pero era demasiado que se les llamara esclavos [porque sudaban a modo de esclavos, cosa incómoda y familiaridad para el señor (?)]. Y no sólo no eran propietarios de sus cosas, sino que ni de sí mismos tenían dominio íntegro, ni les era permitido mandarse a sí mismos completamente, porque comían, bebían, se vestían y conservaban sus hijas según mandato del rey o de los caciques a quienes pertenecían las ciudades, además del tributo debido al rey. Todas las cosas del tributo las llevaban a México, de cualesquiera regiones por lejos que estuvieran, unos como fuertes cargadores (?), porque todavía no conocían las bestias de carga y por consiguiente estaban acostumbrados todos casi desde la cuna a llevar peso. Si no había abundancia de canoas palustres y de chalupas, cuando menos se llevaba en ellas lo de Motecçuma y lo demás o se repartía entre los soldados o se redimía con oro, plata, piedras preciosas y otras cosas que los reyes suelen estimar muchísimo y conservar en los erarios. En México había también graneros (como ya se dijo), y algunas casas en las que se guardaba el tlaoli y donde mandaba el ecónomo mayor, con otros de grado inferior para que recibieran, custodiaran y, cuando había necesidad, lo entregaran, con las cuentas, cuando se exigían, en jeroglíficos o con chinitas. Para cada ciudad había un recaudador que llevaba en la mano un abanico o una varita en señal de su cargo, al cual se pagaban los impuestos que debían ser remitidos sobre la marcha al ecónomo supremo con una cuenta formada de todas las cosas por pequeñas que fueran; porque si en algo defraudaban, estaban sujetos a la pena de muerte, y de igual manera se castigaba a sus consanguíneos, aun cuando ignorantes del designio y sin ser para nada cómplices, para infundir en todos un terror más vehemente, como unidos por la sangre al reo de lesa majestad y traidor al común señor. Eran aprehendidos también y puestos en la cárcel, los agricultores que retenían los censos reales, a no ser que constase que habían desobedecido los mandatos por enfermedad u obligados por otra justa ocasión, y no por su propia voluntad. Entonces se acostumbraba la clemencia con ellos, pero si habían faltado por incuria o por maldad, eran obligados a pagar lo que debían y si se excedían del tiempo prescrito y señalado de antemano eran reducidos a la esclavitud y vendidos, o inmolados a los dioses. Y a pesar de que algunas provincias estaban sujetas a módicos impuestos, más bien como ornato y amistad, que para utilidad del imperio de Motecçuma, las riquezas de los reyes mexicanos eran infinitas y el gasto cotidiano inmenso y admirable. Los censos de algunas ciudades y sus contribuciones se dedicaban a los talleres, con el objeto de sostener sin interrupción los hogares y el fuego (?). Y así cien ciudades pagaban a Motecçuma impuestos de esta naturaleza y el imperio mexicano se extendía de la playa septentrional hasta la austral. Había otras de los aliados y otras aún no sujetas al yugo, a pesar de que no colindaban con el imperio, como las de los tlaxcaltecas, los de Pánuco, michoacanos, jaliscienses, chichimeca, los de la Florida, guatemaltecos, los de Tehuantepec, los de Texcoco, y los de Tlacopan, y de otras naciones semejantes de las cuales algunas ni hoy en día obedecen a Felipe II, el mayor y más potente de todos los reyes, señor de las Indias Occidentales, Insulares y Orientales, más bien por incuria nuestra y por falta de soldados, que por la fortaleza inquebrantada de los enemigos.